Prólogo a la edición argentina


La voz mapuche newen es la que se usa de manera habitual para traducir la palabra energía en mapudungun. Newen es lo que entendemos que trae un río en un salto de agua. Newentuaymi es lo que le decimos a una persona querida en un momento difícil. Cuando nos sentimos fuertes decimos que tenemos newentun. Newen es parte de ese pequeño grupo de palabras mapuche que en Chile no necesitan traducción porque las entiende todo el mundo. Mientras que en Argentina se ha transformado en un nombre cada vez más popular. 

Los newen son también fuerzas presentes en todo lo existente y se vinculan con el püjü, que es el espíritu. A su vez, todos los elementos tienen un ngen, un espíritu que es dueño y protector de la naturaleza. Los ngen mantienen el equilibrio dentro del Wajontu Mapu, el territorio que se entiende de manera circular. La unidad de todo lo que vive se conoce como el ixofilmogen, donde habitamos en una reciprocidad existencial. Aunque cada vida es independiente, en esta interacción nos transformamos en una sola gran vida. 

Las formas de entender el newen dentro del mapuche kimvn/la epistemología mapuche habla de la relación histórica de esta sociedad con el ecosistema del que es parte. Nace de habitar un territorio, pues toda concepción de la energía es el resultado de cómo el territorio moldea a sus gentes y cómo las sociedades humanas nos reproducimos de manera situada. Entonces traducir otras voces que nos hablan de la energía por fuera de la visión moderna -como la mapuche- más que un ejercicio de fetichismo cultural es una forma de reinterpretar nuestra propia visión de la energía. A su vez cada concepción de la energía narra un territorio, pues toda voz proviene de un lugar.

En la espiral de la energía puede leerse desde este afán traductor. Es un ejercicio de recorrer desde una linealidad curva que se amplía y no es un simple círculo, la relación de las sociedades y sus sistemas económicos con la materia y la energía. Ese recorrido no busca narrar un paraíso perdido del pasado ni reconstruirlo, sino más bien acercarnos a esta interrelación diversa que tenemos y hemos tenido con la energía y los metabolismos de la sociedad y el planeta. Narrar en forma de espiral es un constante juego de acercarse y alejarse o más bien, de acercar para poder entender lo lejano, lo complejo. 

Esta narración en espiral es también hacer aparecer lo que fue tachado. La conquista y luego la creación de los estados nacionales en nuestro continente intentaron borrar la multiplicidad de formas de entender la sociedad, la vida, los territorios, y también la energía. El genocidio de las poblaciones indígenas tuvo necesariamente un correlato etnocida: a la supresión de los cuerpos se sumó el intento por acallar sus voces y por consiguiente las narraciones que estas voces portaban.

Así se impuso la idea de energía propia del capitalismo fosilista, que después de la pólvora basó su éxito en un paradigma de progreso que subalternizó los otros saberes. Parte de su conquista estuvo en la abstracción. Los significados con que fue rellenada la palabra energía la alejaron y la hicieron esquiva, desarraigada de su vínculo cotidiano con nuestra vida. Mientras, en el debate público, desarrollo, economía y energía se fueron fundiendo en una sola idea cada vez más técnica y menos política en la medida que nos acercamos al siglo XXI.

Del mismo modo que Aníbal Quijano muestra que el colonialismo asignó categorías como la raza, imponiéndola de manera subjetiva como si fuera un fenómeno natural, Ramón Fernández Duran y Luis González Reyes abordan la energía con el propósito de desandar los imaginarios colonizados. Devuelven al campo de la historia y el poder lo que busca ser contado como natural o racional. Es un ejercicio que democratiza el debate y lo desconecta del sectarismo tecnocrático con el que hoy se discute la energía. Por eso, leído desde Latinoamérica, En la espiral de la energía asume una tarea, primero, descolonizadora. Expone cómo es narrada nuestra relación con la energía desde la colonialidad del poder y amplía la mirada más allá de la concepción fosilista.

Leer cayéndonos del mapa

La explotación del capitalismo fosilista durante el último siglo impregnó a América Latina y el Caribe con marcas profundas. Huellas como la nacionalización del petróleo mexicano en 1938, el rechazo a la privatización de las empresas públicas en 1992 en Uruguay, la guerra del gas en Bolivia el 2003, articularon una disputa por la energía como un bien público. Obreros del sector se transformaron en la columna vertebral de la clase trabajadora en países como Colombia, Bolivia y Brasil. Las puebladas tras las privatizaciones petroleras dieron origen al movimiento piquetero en Argentina. El conflicto hidroeléctrico levantó y consolidó a movimientos indígenas como el Pueblo Lenca de Berta Cáceres, el Pueblo Maya Q'eqchi' de Bernardo Caal, y el Pueblo Mapuche de Nicolasa y Berta Quintreman.

Tan honda como la huella de la lucha, fue la huella de la contaminación. Un siglo de explotación petrolera fue degradando los territorios, contaminando cursos de agua, desplazando poblaciones, modificando las formas de vida. En la amazonía ecuatoriana, Texaco, hoy Chevron, provocó uno de los mayores desastres de la historia petrolera al contaminar medio millón de hectáreas. El crudo se volvió parte del paisaje. La empresa lo derramaba en caminos rurales, y promovía su uso para curar enfermedades de la piel. Para ahorrar un dólar por pozo, vertían el líquido de retorno en los afluentes de agua. Río abajo las y los niños se bañaban en aguas espesas y al volver a su casa los limpiaban con aceite de cocina para quitarles el crudo. Similares historias se repetían en lugares como Barrancabermeja, Colombia, o Comodoro Rivadavia, Argentina. La explicación suele ser que el petróleo estaba naturalizado, la industria se volvió parte de la vida. 

Un siglo después del inicio de la extracción se tocaron los techos. La región alcanzó en 2005 el pico de extracción de petróleo convencional y en 2009 el de gas convencional. Esto impulsó la búsqueda conjunta de algunos gobiernos y empresas por ampliar la frontera hidrocarburífera a través de la explotación de energías extremas como el fracking, arenas bituminosas, crudos pesados y extra pesados, entre otros. De esta forma pretenden extender la vida de los combustibles fósiles, volviendo secundaria la discusión sobre el pico del petróleo o al menos postergando su debate. La explotación a más de 7 mil metros de profundidad en el Presal, en la costa de Brasil, es uno de los proyectos emblemáticos de esta fase extrema de explotación en el continente.

Esta ampliación de fronteras extractivas no ocurre sobre un mapa plano. El desarrollo del fracking en la formación Vaca Muerta en Argentina llevó la extracción a territorios antes considerados marginales. Este movimiento territorial del capital buscando nuevos espacios de acumulación se llevó puestas a comunidades mapuche y campesinas que habitan estos lugares. La explotación avanza hacia el periurbano de las ciudades, desplazando la fruticultura, principal actividad no extractiva de la zona. El costo de la vida se volvió insostenible para quienes no trabajan en la industria. El Estado gasta ingentes recursos para subsidiar la extracción, mientras las empresas imponen mecanismos financieros, como la utilización de paraísos fiscales, como condición para explotar. Las comunidades fueron criminalizadas y reprimidas, y la transición hacia fuentes renovables quedó sepultada detrás de la montaña de subsidios que recibieron las empresas.

El discurso de la colonialidad del poder le abrió paso a estos proyectos a través del mito del progreso y otras fábulas similares: los puestos de trabajo, la inversión extranjera, la balanza comercial. El desarrollo, repetido tantas veces como un mantra. Sin embargo hoy en América Latina 22 millones de personas no cuentan con acceso a la red eléctrica. Estas desigualdades las podemos ver también a nivel intra regional. Casi el 80% de la energía que se consume en el continente la concentran México, Colombia, Brasil, Argentina y Chile. Mismas lógicas se repiten al interior de cada país. Mientras el 15% de los hogares de la Ciudad de México no pueden satisfacer sus necesidades energéticas, en Chiapas esa cifra asciende al 74%. La leña, muchas veces recolectada de manera directa por las familias, sigue siendo la principal fuente energética en varias regiones. El material particulado producido por su combustión en las ciudades del sur de Chile las sitúa dentro del grupo de las más contaminadas del mundo. Se quema leña húmeda y cara, en estufas de mala calidad, dentro de hogares que no soportan las frías temperaturas del invierno. En esas ciudades lo que contamina no es la leña, es la pobreza.

Leer la energía hoy en América Latina, casi cayéndonos del mapa, es conjugar estos dos aspectos clave. De una parte la necesidad de frenar el avance extractivo, reparar los territorios y las poblaciones dañadas, respetar los derechos colectivos, avanzar en una producción energética más limpia. De otra parte, ampliar y mejorar el acceso, hacerlo más seguro, atacar la desigualdad económica que la energía reproduce. Acabar con la pobreza energética a la vez que se avanza en justicia socioambiental es un ejercicio que requiere romper con el discurso ambiente o desarrollo.

Escribir a varias manos

En la espiral de la energía es también un proceso de construcción colectiva de conocimiento. Más allá de sus autores, correctores/as y editores/as, sintetiza una visión común sobre el capitalismo, y el rol de la energía en la crisis civilizatoria. El libro materializa la maduración de un debate pero a la vez de una fuerza política, que permite llevar adelante la disputa de los pueblos por la energía en el contexto de crisis civilizatoria.  

Por una parte, la publicación constata la existencia de un movimiento ecologista situado en la península ibérica pero en diálogo con organizaciones del centro y la periferia mundial, que aborda las causas y consecuencias de la crisis socioambiental de manera profunda. Expone el desarrollo de la economía en las sociedades hasta el capitalismo fosilista y sus consecuencias ecosistémicas, concibiendo a los grupos humanos como parte de los territorios. La interrelación entre el uso de combustibles fósiles y la acumulación es entendida en tanto motor del capitalismo que es leído, a su vez, como detonante de la crisis climática.  

Esta narración permite contrarrestar las posiciones que buscan enverdecer el capitalismo, separando las causas de la crisis, proponiendo maquillar de manera aislada sus consecuencias en la “lucha” contra el cambio climático. Si en los noventa el paradigma dominante fue el “Desarrollo Sustentable”, que buscaba compensar las deudas ambientales, durante la década siguiente se impuso la “Economía Verde”, a través de la mercantilización de la naturaleza. Los territorios pasaron a ser primero un “medio” ambiente y luego, simplemente, fueron “verdes”, deshistorizados y desarraigados de la vida humana.

Por otra parte, está el surgimiento y consolidación de una fuerza política. Además de un ejercicio interdisciplinario de lectura histórica, En la espiral de la energía, es un libro que posibilita la acción y dialoga con sectores organizados en torno a la disputa energética. En todo el continente existen organizaciones sociales, indígenas, sindicatos, partidos políticos, asambleas, y una infinidad de expresiones de acción colectiva que se articulan en este sentido. Conjugan también demandas diversas como la disputa por el acceso a la energía como Derecho Humano, la necesidad de un control público o común de las fuentes, la justicia socioambiental, la lucha contra las privatizaciones, la generación local de energía, entre otras. Esa diversidad también deja espacios para la cohesión. Es un camino por el que se está transitando, aún insuficiente, pero cada vez más articulado. Por ejemplo, crecen y se hacen más fluidos los diálogos entre espacios socioambientales y sectores sindicales, mientras perspectivas ecosocialistas se han vuelto centrales en organizaciones de todo el continente. 

La evolución del capitalismo, del patriarcado, del mercado y de la guerra revisada desde el libro, nos muestra como resultado contingente una crisis multidimensional que pone en juego la persistencia de la vida tal como la conocemos. Por supuesto que en ese recorrido hay cuestiones que se pueden observar de manera distinta a cómo lo hacen los autores del texto. Las luchas de los espacios que buscaron autonomía, la cristalización de movimientos sociales en gobiernos, las disputas dentro, fuera y en los márgenes del Estado en América Latina, y la construcción de poder popular, entre otras, son parte de un debate vivo porque las fuerzas que están en esa disputa tienen vitalidad. Del mismo modo, la perspectiva del colapso es siempre tomar un riesgo, tanto por los escenarios múltiples y encadenados que pueden variar, como por caer en una lógica paralizante. El libro busca sortear esto a través de la propuesta de construcción de sociedades ecomunitarias por la vía no violenta y resalta la necesidad de la disolución del Estado en ese proceso. Es una hipótesis que podemos discutir, justamente porque los autores tomaron el riesgo. Entonces más allá de las distintas estrategias que se pueden plantear para afrontar la crisis civilizatoria, el centro del libro está puesto sobre la deconstrucción de la idea de la energía. Y si el signo es la arena de la lucha de clases, cómo resignifiquemos la energía será clave en ese proceso de construcción de sociedades en este marco.

Traducir la energía

Leer el devenir de la energía en espiral nos permite entender que el flujo de nuestra historia no terminó. Los escenarios planteados en el Largo Declive remueven los cimientos de nuestras epistemologías pero también nos empujan a pensar las transformaciones radicales sobre las que podemos avanzar. Toca aprender a transitar entre la utopía y la distopía. Escribo esto desde Temuko, Chile, después de más de cuatrocientos días con toque de queda. La represión a la movilización popular de 2019 -¿la utopía?- primero, y la pandemia del coronavirus -¿la distopía?- después, justifican este estado de excepción permanente. Quizás ya estamos viviendo lo que Geoff Mann y Joel Wainwright llaman el leviatán climático capitalista: una soberanía mundial excepcional para “salvar el planeta” empujado por el impulso de defender las relaciones sociales capitalistas.

Con su trabajo en Guinea Bissau, Paulo Freire nos enseñó que para liberarnos debemos volver a hacer nuestras las palabras, los conceptos, las lenguas. Si nuestra relación con la energía fue narrada desde la colonialidad del poder, alfabetizarnos es también romper la herencia del signo impuesto. En la espiral de la energía nos acerca a entender el mundo que la concepción del capitalismo fosilista construyó, como una herramienta fundamental no para desandar esos caminos, sino para construir una forma de energía para las personas y no para el capital, que nos permita habitar una vida que merezca ser vivida.